¡Hey! Tenía tiempo sin pasar por acá por todas las ocupaciones que tuve durante este semestre en la universidad, pero ya estoy de vuelta, como siempre, en vacaciones. Acá traigo una nueva historia, de esas que escribo durante el tiempo libre que me queda en la época universitaria. ¡Espero la disfruten!
Luego de haber terminado la semana de promoción en la ciudad de Berlín junto a la marca de perfumes que estoy trabajando, decidí tomarme 1 semana de vacaciones en una de las ciudades más bellas del mundo. Mientras unos prefieren ir a visitar la calurosa isla de Bali, pasearse por las pirámides de Egipto, disfrutar de los atardeceres o amaneceres en áfrica, quedarse en un hotel 7 estrellas, a mí me parece maravilloso escaparme a una de las urbes más enigmáticas y a su vez caóticas, Nueva York.
Hoy fue uno de esos días para recordar, no tenía muy claro cuándo fue la última vez que decidí alejarme de la gente de seguridad, de los intransigentes paparazzis y de la cantidad de personas que están a mí alrededor todo el día. Necesitaba ese momento de esparcimiento, volver a sentir el roce de las verdaderas personas, un abrazo de esos que te llegan al alma y te hacen sentir vivo de nuevo. Tomé un bolso pequeño, metí mi pasaporte, arroje unos cuantos dólares y salí a pasear por el downtown de esta increíble metrópolis.
Caminé por más de 2 horas viendo vitrinas de tiendas y rememorando los viajes de cuando era niño junto a mí familia. Mi papá pidiéndonos que nos amontonáramos como sardinas para tomarnos una foto de recuerdo, mi madre entrando a las tiendas y sintiendo la tela del traje que estaba de moda, mi hermana como siempre encerrada en la música que estaba sonando en el walkman que se acababa de comprar y yo buscando el juguete más caro de la temporada para pedírselo a mis progenitores.
En frente de nosotros, una pareja de homosexuales se besaba cálidamente sentadas en un banco, una de ellas se levantó y le dijo a mi padre para tomarnos la típica foto familiar que enmarcaríamos al llegar a casa y la ubicaríamos en la mesa central de la sala, esta sería uno de los tópicos de conversación más tocados por mi madre cada vez que llegaran los vecinos o amigos a visitarnos.
Al terminar de recordar esos buenos ratos, me vi envuelto en un tumulto de gente a punto de bajar las escaleras para la estación del metro, una señora iba tan apurada que podía verse el celaje que dejaba al caminar, en los parlantes sonaba new york new york de Frank Sinatra y a mí lado iba un niño que su llanto estaba impregnado por el cansancio de haber caminado unos kilómetros al supermercado para comprar pan y leche.
Al salir del metro me encontré con una ciudad que no había visto, la gente que transitaba en ella era diferente al resto, el sol se había ocultado y la noche pintaba una tenue brisa helada, capaz de enfriarle los pensamientos hasta la persona más latina que pisara la localidad, al subir las escaleras me topé con un suelo sucio manchado de aceite, en este estaba sentado un indigente que vestía ropa rota, estiraba su mano buscando a la persona indicada que le lanzase unas cuantas monedas para poder saciar sus ganas de embriagarse y olvidar la vida que estaba viviendo.
Caminando un poco más me encontré con una especie de iglesia cristiana donde cantaban una canción en latín con un ritmo parecido a una de pitbull, aunque nunca dijeron el famoso “Dale” y el “Ya tu sabe mami”, estoy seguro que el cantante antes mencionado le pirateo un sampler. Dejando la iglesia, unos metros más adelante conseguí una pizzería muy famosa de Brooklyn llamada ‘Di fara, me acerqué al dependiente, ordené un trozo de pizza y una coca cola. 3 mesas a la izquierda sentí una mirada de esas que penetran, incluso cuando estaba comiendo, este hombre no me dejaba de mirar.
Terminé mi comida y llegó por medio de un camarero un papel que decía: Te espero en el cuarto 24 del “Galaxy motel” fruncí el seño dejando claro que rechazaba su invitación, tomé el bolso y seguí caminando por las calles de Brooklyn. La noche se dibujaba cada vez más helada, crucé una avenida tratando de encontrar la estación que me llevaría de vuelta al hotel donde me hospedaba y ya estaba cerrada.
Seguí andando por una calle que desembocaba en un oscuro callejón, las luces se fueron opacando, mis movimientos se fueron ralentizando, todo lo que captaba mi campo de visión era como una película en cámara lenta, hasta que caí tendido en el piso. Al despertar conseguí levantarme y me vi rodeado de ratas en un lugar lleno de basura rociado por uno de los peores hedores que ha podido percibir mi nariz.
Desvalido y algo confundido, intenté caminar pero no tenía fuerzas para moverme y caí al suelo, unos segundos después se acercó el mismo hombre que me extendió la mano para pedirme las monedas y así beberse un sorbo de alcohol que lo llevase a embriagarse y olvidarse de todo lo que estaba viviendo. Borracho y algo drogado decía: “Tenemos la joya de la corona, ahora si podemos comer, beber y drogarnos como reyes” reía y festejaba, dejando así en evidencia que me encontraba bajo los efectos de una droga propiciada por este mendigo. Al voltear hacia el otro lado, oía como murmuraban todos aquellos indigentes que bordeaban las aceras cercanas al lugar.
Entre ellos se encontraba una señora de piel desgastada, con una voz muy tenue que gritaba “Viva, Viva, ahora si vamos a ser felices” a su lado estaba un anciano de pelo blanco, algo golpeado por los reveses de la vida gritando “Ahora sí, todos gozaremos de una buena vida” En el otro lado de la acera, se encontraba una señora no muy mayor con un vestido rojo que tenía una abertura en los lados, esta también se encontraba drogada y muy golpeada.
Rápidamente al notar que me había despertado, el señor que tendió la mano en el metro unas horas antes me dijo: “Me imagino que ya te está buscando tu gente, mariquita, espero que tengas una buena faja de billetes en la cuenta bancaria” al voltear hacia el otro lado una potente luz blanca incendió mi retina, segundos más tarde pude distinguir que era la luz de un carro viejo que venía rodando por el medio de la calle, sin dejar rastro alguno de smog, siguió de largo y paró unos metros más adelante.
De este se bajó un hombre de color vestido de blanco, el indigente se levantó de la silla en la que estaba y desenvainó su filosa navaja acercándose a la yugular del hombre para amenazarlo con un “Te vas de aquí o te mato” Sin pensarlo dos veces, el hombre de color desembolsillo un arma de fuego cargada y la disparó quitándole inmediatamente la vida.
Este hombre de color caminó hasta mí y me cargó en sus hombros hasta su automóvil, yo extrañado al ver la acción de esta persona pregunté: “¿Quién es usted?” él respondió: “un viejo amigo” unas cuadras más adelante detuvo su carro en frente de la estación del metro, se bajó y me dijo “Venga, yo lo acompaño” bajando así las escaleras y llevándome hasta el vagón en el que me iba a montar. Eran casi las 4:30 de la madrugada y no conseguía una palabra para describir esa extraña situación en la que estaba. Solo alcancé a darle las gracias a este señor moreno de pelo blanco que me acompañó hasta el puesto donde me sentaría y luego desapareció.
Desde ese entonces, Nueva York pasó a ser mi ciudad preferida para pasar las vacaciones que me tomo de vez en cuando. Eso sí, ahora prefiero ir a esos suburbios con toda la gente que me acompaña diariamente.